El pasado fin de semana lo pasé en Vigo con mis amigos Motxo, Kueskos, ET y Pinocho. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que, pese a los años, mantenemos nuestros nombres de tuna, pero ahora ya no por guardar nuestra identidad oculta, sino por costumbre después de tantas batallas vividas juntos.
Vigo me ha parecido una ciudad preciosa, aunque apenas hemos visto unas pocas calles; por una razón u otra, acabábamos siempre en el puerto, especialmente el primer día, cuando tuve la ocasión de meterme entre pecho y espalda una docena de ostras y un par de botellas de ribeiro, todo antes de comer, por supuesto.
Ha sido un fin de semana especial por muchos motivos, por las celebraciones, las ausencias y la sensación de que se cierra una etapa. Es la primera vez en doce años que en un fin de semana como estos abandono el traje en la maleta y apenas desenfundo la guitarra para tocar tres canciones miserables. Muchos se casan, algunos ya tienen hijos y todos tenemos obligaciones en la espalda, pero curiosamente la sensación es casi la misma, la de no dejar de reir desde que llegas hasta que te vuelves a casa con nostalgia, en este caso, con algo de morrinha.
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