Tenis y Proust

No recuerdo la primera vez que puse mis pies en una pista de tenis.

Muy probablemente fue en la casa que mis abuelos construyeron en la plana de Muro, una especie de llanura inhóspita achicharrada por el calor y jalonada de casitas estivales, muchas de ellas encaladas y con piscinas diminutas, que suponían la única alternativa digna al calor asfixiante del verano de las últimas décadas del siglo pasado.

Aunque mis abuelos encargaron una pista de tenis de tierra batida, yo sólo recuerdo una extensión parduzca repleta de socavones, con una red casi siempre destensada, una verja cuya parte superior se había convertido en un cementerio de pelotas olvidadas y una canasta de baloncesto que de pequeño me parecía inalcanzable, pero con el paso de los años, fue menguando, poco a poco.

Empecé a jugar a tenis con las raquetas de mis tíos, que eran muebles con cuerdas. Al ser el nieto mayor, sólo podía jugar con gente mucho mayor que yo, así que mis primeros pinitos tenísticos no eran divertidos para nadie. De vez en cuando, hacía de recogepelotas y miraba con envidia cómo mis antecesores se esforzaban en pasar la bola de un lado al otro de la red, con más voluntad que destreza.

Las raquetas dormitaban en un armario repleto de cachivaches, desde cañas de pescar hasta mantas para el invierno, aunque nadie en su sano juicio pasaría un sólo día de invierno en aquella casa.

A mí sólo me dejaban usar las raquetas que se habían convertido en cazamariposas, porque las cuerdas habían perdido totalmente la tensión por el uso, el tiempo o alguna fractura en la madera. Sin embargo, de vez en cuando me atrevía a apropiarme durante unos minutos de la joya de la corona: una Dunlop Maxply McEnroe que aún me sigue pareciendo el instrumento deportivo más hermoso que se ha construido jamás.

Cuando jugaba con esa raqueta, todo cambiaba; la pista ya no tenía agujeros, la red estaba tensa a unos precisos 914 mm del suelo y los cigarras que tronaban bajo el sol sofocante de un mes de agosto de los años 80 podían acallar a toda la Philippe-Chatier en el tie-break del cuarto set de la final de Roland Garros.

Ninguna de las decenas de raquetas que he tenido desde entonces me ha hecho sentir tan poderoso como aquélla.

Con el tiempo, empecé a asistir a clases en el club de tenis la Plana. Siempre he sido una absoluta nulidad practicando deportes de equipo, he chupado más banquillo en fútbol y baloncesto que los políticos de los 90 en las Salas de lo Penal, pero el tenis no se me daba del todo mal, algo que atribuyo a que había mucha menos gente con la que compararme y porque en el tenis no tienes que preocuparte de nadie más que de ti mismo.

En Open (por Dios, deja esto y ponte a leerlo ahora mismo si aún no lo has hecho), J R Moehringer pone en boca de André Agassi las siguientes palabras:

I tell my friend that tennis is boxing. Every tennis player, sooner or later, compares himself to a boxer, because tennis is noncontact pugilism. It’s violent, mano a mano, and the choice is as brutally simple as it is in any ring. Kill or be killed. Beat or take your beat-down. Tennis beatings are just deeper below the skin. They remind me of the old Vegas loan shark method of beating someone with a bag of oranges, because it leaves no outer bruises.

No me he puesto unos guantes de boxeo en mi vida, Hulio, pero sí que he pasado muchas horas enfundado en una toga, dentro de una sala de vistas, teniendo en frente a uno o varios abogados más listos y mejor preparados que yo, así que conozco bien esa sensación.

El tenis es un deporte duro y extremadamente competitivo. No puedes esconderte, ni echarle la culpa a nadie más que a ti mismo. Es técnico, es exigente y muchas veces resulta despiadado, pero también es el deporte más justo que se ha inventado, quizá sólo comparable al golf y, como decía Agassi, al boxeo.

Toni Nadal suele explicar una anécdota de su sobrino Rafa (sí, ESE Rafa) en la que, tras pasar varios juegos fallando bolas incomprensibles, se dieron cuenta de que había roto las cuerdas. Al preguntarle por qué no había cambiado la raqueta, Rafa respondió que estaba tan acostumbrado a pensar que toda la responsabilidad de lo que hacía fuera suya, que no pensó que el problema podía estar en la raqueta.

Dejando la épica de los vencedores al margen, lo cierto es que tampoco se me ha dado bien jugar al tenis, por mucho que me divirtiera. Lo dejé con 18 años y lo retomé poco antes de cumplir los 40, como tantos otros que, al aterrizar en la mediana edad, hemos vuelto a las cosas que nos hacían felices antes de convertirnos en los adultos atrincherados que somos.

El pasado jueves volví a entrenar, tras pasar tres meses varado por una rotura en el gemelo de la que me ha costado recuperarme mucho más de lo que esperaba. Me hago mayor, como tú, querido, y me parece que es una buena solución, si tenemos en cuenta la alternativa.

Ese día me levanté pronto, a las 06:30; preparé la bolsa, comprobé que las raquetas estaban bien encordadas y mantenían una tensión razonable después de varios meses de reposo, que llevaba todo lo necesario por si el gemelo volvía a fallarme, me di una ducha rápida y, mientras conducía hacia el club, de repente me volvieron a la cabeza muchas de las cosas que os he contado antes.

Me recordé, de niño, acompañando a mi abuelo Jorge a regar las plantas a las 7 de la mañana, con sus zapatillas blancas y su aroma matutino a Floyd, y pidiéndole, casi rogándole, que jugara un rato conmigo a tenis después de desayunar unas tostadas de pan inundadas en aceite que preparaba mi abuela en una extraña sartén.

Recordé acompañar a mi hermano por clubes de toda la Comunidad Valenciana, bajo el calor más asfixiante, y animarle durante horas, porque durante un tiempo el tenis fue su vida y la de todos nosotros.

Recordé la frustración de perder una final del campeonato social hace un par de años, en la que no fui capaz de meter cuatro bolas seguidas dentro de la pista porque me pudo la presión, a estas alturas de la vida, amigos. Y lo bien que me sentó ese trofeo de subcampeón postpandémico, a pesar de que el segundo es el primero de los perdedores y toda esa mierda que dicen los que nunca han intentado nada.

Y, sobre todo, recuperé en mis dedos de adulto renqueante esa sensación de poder y seguridad, la certeza de que nada podía fallar, que me embargaba cuando sostenía aquella raqueta de madera que usaba McEnroe en los años 80, cuando todo era un poco más fácil, las mañanas eran luminosas promesas de aventuras por vivir, nunca hacía demasiado calor y los problemas se resolvían solos.

Y, durante unos minutos, volví a ser ese proyecto de ser humano que apenas levantaba unos palmos de suelo, arrastrando esa puñetera raqueta que me estaba prohibida y fui muy feliz. Entendí por qué me gusta jugar a tenis, por qué lo sigo haciendo pese a que no se me da demasiado bien y por qué estos tres meses me he esforzado como un cabrón para recuperarme de la primera lesión que he tenido en mi vida.

Porque el tenis es mi magdalena de Proust, el recuerdo de que se puede ser feliz y que hay algunas cosas, no muchas, que siguen dependiendo de nosotros mismos.

Si os gusta el tenis y también tenéis un tobogán secreto a vuestra infancia, aprovechadlo. El viaje merece la pena.

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