Uno de los peores efectos de la crisis es la escalada en la agresividad con la que muchos profesionales se ven obligados a actuar en el mercado. Seguro que se os ocurren muchos ejemplos: una situación típica que forma parte del imaginario colectivo es la de los abogados que se agolpan en la puerta de los hospitales con la intención de animarte a que le contrates para denunciar a quien quiera que te ha provocado las lesiones, aunque quizá simplemente te hayas caído del sofá mientras dormías la siesta. El intrusismo, la agresividad y la falta de respeto profesional son caras de un mismo fenómeno: la acuciante necesidad de conseguir clientes en un mercado muy competitivo.
Por fortuna, entre los abogados, como sucede en muchas otras profesiones reguladas, existen normas de conducta que vertebran nuestra relación profesional: el llamado código deontológico. Por una parte, es bueno disponer de unas normas que establezcan los principios de la relación entre los profesionales del derecho, sobre todo cuando estás empezando: te ayudan a orientarte y a saltar una pequeña parte de la barrera de aprendizaje de la profesión. Por otra, es triste que en ocasiones haya que acudir a ellas para evitar atropellos flagrantes, a causa de la conducta desleal y agresiva de un compañero.
Yo creo en el concepto “compañero” que es con el que los abogados nos identificamos en nuestras relaciones profesionales. Al fin y al cabo, tú defiendes a tu cliente y -salvo que así sea- no tienes nada en contra del abogado de la parte contraria. Aunque los clientes se lleven a matar, el otro abogado se dedica, simplemente, a hacer su trabajo, igual que tú, y por eso merece tu respeto y consideración como compañero de profesión.
Llevar un asunto profesional al plano personal es un error en el que sólo caen los principiantes y los necios. Por desgracia, en épocas de crisis surgen de las cavernas huestes de ambos grupos: licenciados en derecho que jamás han ejercido como abogado, por lo que desconocen las reglas básicas de la profesión, y abogados experimentados que se ven obligados a saltarse el código para mantener su cartera de clientes.
Durante estas últimas semanas me he encontrado con varias infracciones de las normas deontológicas elementales: compañeros que envían requerimientos a mis clientes a mis espaldas, sin mi conocimiento -y, por supuesto, sin mi consentimiento-, que interponen demandas o, incluso, denuncias como medida de presión en mitad de una negociación sin comunicarlo previamente o que, simplemente, faltan al mínimo respeto profesional con expresiones y comportamientos más propios de un troll de menéame que de un abogado en ejercicio.
Sin embargo, presentar una denuncia ante la Comisión de Deontología del Colegio de Abogados para que se incoe un expediente disciplinario contra un compañero no siempre es agradable ni conveniente. Uno de los preceptos del código establece la obligación de prestar orientación, consejo y guía a los abogados que cuentan con menos experiencia y, en ocasiones, resulta mucho más constructivo hablar las cosas y adoptar de mutuo acuerdas medidas tendentes a subsanar los posibles perjuicios ocasionados que dejar en manos de un tercero la resolución de un conflicto que puede llegar a afectar a nuestros clientes.
En ocasiones serán tus propios clientes quienes intenten forzarte a adoptar medidas que contravienen nuestras normas de relación; ¿te compensa jugarte una sanción, un expediente disciplinario o, incluso, una inhabilitación para ejercer, por obedecer a un cliente? Yo creo que en estos casos hay que tener la cabeza fría y recordar que un abogado es, por definición, un profesional independiente.
Adopta tus propias decisiones y responsabilízate de las consecuencias de tus acciones. Por fortuna la independencia es uno de los pilares de nuestra profesión; si uno de tus clientes te exige renunciar a ella, tal vez es sea un buen momento para que cambie de abogado.
Me parece muy acertado lo que señalas, Luis, acerca del temible compañero “de contrario” que defiende los intereses de su cliente como si fueran propios, con un apasionamiento que le ciega el juicio e impide cualquier conciliación que, ésta sí, serviría verdaderamente a esos intereses.
Cuando me encuentro con uno de estos kamikazes – que además tienen la pésima costumbre de afearte el hecho de tener un cliente malvadísimo – intento no seguirle el juego y actuar más fríamente aún…
Gracias por tu comentario Javier. Es cierto que algunos de esos trolls del derecho tienen la costumbre de amparar su conducta en la maldad de tu propio cliente, que casi hace que merezca ser privado del derecho a la defensa letrada. Muchas veces es por simple pereza y otra por haberle asegurado a su cliente que el tema “está ganado, yo envío un requerimiento y verás cómo se acojonan”; error sobre error. Ante esos casos, como bien apuntas, hay que ser profesionales aunque la tentación es la tentación 🙂 Un abrazo.