SolidarIA

El sesgo del presente nos dice que los humanos tendemos a sobrevalorar la capacidad de cambio o influencia en el corto plazo y a infravalorarla en el largo plazo. Sin embargo, a veces las cosas pasan más rápido de lo que esperamos. ¿Quieres un ejemplo?

En 2022, las Inteligencias Artificiales generativas (por favor, que alguien les encuentre otro nombre) nos pillaron despistados y con los calzoncillos por los tobillos. Mientras que la mayoría de sistemas que decían basarse en IA no era más que formularios conectados a mechanical turks, nos encontramos con avances que, de repente, podían hacer cosas inauditas y resolver problemas que sólo soñábamos, apenas unos meses atrás.

En unos pocos años hemos pasado de resolver ecuaciones sencillas, a jugar al ajedrez, diseñar sillas con forma de aguacate y mantener conversaciones con un interlocutor más interesante que la mayoría de humanos, que, además, es capaz de aprobar los exámenes de la mayoría de disciplinas, sin un entrenamiento específico previo.

La sensación generalizada es que, otra vez, está todo por hacer y que somos incapaces de adivinar cómo este movimiento va a cambiarlo todo, incluso en el corto plazo; no habíamos vuelto a ver un movimiento así desde finales del siglo XX. Comparado con esto, el comercio electrónico, el SaaS y la blockchain son innovaciones menores, que apenas han movido la aguja de los tiempos, aunque ahora todo cobre más sentido gracias a la interacción de estos avances con las distintas IAs.

Como fundador e inversor de startups desde hace más de 20 años, semejante avalancha me genera una mezcla de emoción y FOMO difícil de explicar; sin embargo, cuando vuelvo a ponerme las gafas de abogado, veo que estos cambios acabarán permeando, pero el establishment va a plantarles cara de formas que aún no podemos imaginar.

Al final, las VTCs no acabaron con los taxistas, las cadenas de comida rápida no mataron a los bares y restaurantes tradicionales, nadie se acuerda del metaverso y, aunque las crypto lleven un par de semanas subiendo, las tendencias cada vez tienen una fecha de caducidad más cercana.

Si en 2023 siguen existiendo notarios, registradores o procuradores y no hemos conseguido una forma razonable de implantar el voto electrónico, parece difícil que unos cuantos algoritmos vayan a generar un impacto real en el orden social y productivo de un día para otro.

Ok, ahora contamos con una tecnología capaz de aprobar exámenes al alcance de muy pocos, crear deep fakes en segundos e interactuar con humanos de forma natural; mientras que millones de friquis se quedan trabajando en casa porque odian el contacto con el resto de su especie, hemos sido capaces de crear avatares y humanos sintéticos, siempre disponibles para hablar y atender nuestra necesidad egoísta de casito.

Cosas veredes que faran fabular las piedras.

¿Qué hacemos ahora con todo esto? ¿Hasta que punto es un riesgo que un puñado de compañías controlen las nuevas IAs, que acabarán integradas con cualquier dato y software conectado del planeta?

Hace siete años publiqué este post, en el que proponía una nueva organización basada en lo que me dio por llamar “la nueva economía del tiempo”.

Las cosas han avanzado desde entonces, pero no tanto como para que pierda vigencia; sigo pensando que existe un extraordinario activo por explotar, insustituible por cualquier IA, formado por todo el tiempo disponible entre los millones de personas que no encuentran su espacio en el mercado laboral, ni, en muchos casos, lo busquen con demasiado ahínco, eso es cierto.

No nos engañemos: si una parte importante de la población carece de trabajo o lo pierde durante los próximos años, no será porque una IA se lo arrebate, ni porque la empresa en la que trabajaba se haya vuelto más productiva gracias a un algoritmo.

Los seres humanos hemos demostrado una increíble capacidad de adaptación y supervivencia, sobreviviendo en condiciones climáticas, sociales y políticas brutalmente adversas. Podemos volver a empezar, si queremos y si tenemos los incentivos adecuados.

¿Por qué, sin embargo, cada vez escuchamos más hablar sobre la renta universal, las semanas laborables de 4 días o la imposición de cotizaciones a los robots y los algoritmos? ¿Nos hemos rendido, hemos bajado los brazos frente a la adversidad?

La respuesta es tan sencilla como impopular: hemos configurado el trabajo como un derecho y no como una obligación.

Ahora, resulta más eficiente sentarse a esperar a que alguien nos solucione los problemas que levantarnos y arreglar las cosas por nosotros mismos. Hemos incentivado tanto la solidaridad, que millones de personas han llegado a creerse que carecen de responsabilidad sobre sus vidas y que los demás tenemos la culpa de sus desgracias, incluso de las imaginarias.

Por este motivo, las empresas y los autónomos hemos de cargar sobre nuestras espaldas con empleados que han dejado de ser productivos, a los políticos que nos miran con resquemor, a funcionarios que nos hacen la vida imposible y a jubilados cuyas cotizaciones se utilizaron para cualquier cosa menos para pagar sus pensiones actuales.

A pesar de esto, creo en la solidaridad y en mi obligación de contribuir al mantenimiento del sistema pero ¿cómo podemos pedir esta misma solidaridad a un algoritmo? ¿Es justo o razonable que las empresas paguen impuestos por utilizar tecnologías creadas por el sector privado, sin consumir recursos públicos? ¿El derecho al trabajo incluye el derecho a que un tercero pague más para que yo pueda no trabajar? ¿Cuál es mi incentivo para optimizar mi producción, si a cambio tengo que incrementar artificial y proporcionalmente el coste de producción para subvencionar a quienes han optado por bajarse del carro?

Como explicábamos hace unos días en este webinar sobre aspectos legales de las IAs generativas, todavía hay muchas más preguntas que respuestas en esta materia. Tenemos unos años apasionantes por delante y nos equivocaremos si intentamos acometer los nuevos retos con los esquemas de pensamiento que nos han traído hasta aquí.

Mucha suerte, la vamos a necesitar.

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