
Cuando apenas tenía 10 años, Rita preguntó a su madre si los maridos eran muy necesarios para tener hijos. Cuando Emma le respondió que no, se fue a su cuarto y tachó una línea de su libreta. No pidió más aclaraciones y nadie le preguntó qué demonios había en esa lista.
Estamos rodeados de cosas y personas innecesarias, como los notarios, las camas elásticas, las moscas, los partidos políticos, las batamantas, las películas de Truffaut o los atardeceres en la Cerdanya. Las cosas prescindibles pueden ser hermosas, útiles, placenteras, más o menos molestas o, simplemente, inofensivas.
El auge de las inteligencias artificiales generativas durante los últimos dos años ha provocado la sensación generalizada de que estas tecnologías van a sustituir casi cualquier actividad humana, profesional o (re)creativa.
Sin embargo, una cosa es diseñar una silla con forma de aguacate y otra muy distinta operar a un paciente de un tumor cerebral, construir un puente que van a cruzar miles de personas todos los días o representar a un cliente en un juicio en el que puede ser condenado a la cámara de gas, sin control o intervención humana.
No es la primera vez que la irrupción de una nueva tendencia nos lleva a confundir una herramienta con una solución; ya casi nadie se acuerda de la blockchain y todavía estamos buscando casos de uso fuera de las criptomonedas en los que realmente hayan marcado una diferencia real con el estado anterior de la tecnología.
Desde hace siglos, los abogados vivimos cualquier avance tecnológico y social como una amenaza; al fin y al cabo, somos un reducto de otra época en la que las personas sólo podían aprender los conocimientos necesarios para defender a otras personas a través de complicados ritos y años de estudio y dedicación.
Cualquiera puede acceder hoy a esos conocimientos de forma inmediata y gratuita y, pese a ello, seguimos existiendo los abogados, los notarios, los jueces e, incluso, los procuradores. Madre mía, los procuradores.
Supongo que no resulta tan sencillo acabar con una profesión de la que se cuentan tantos chistes y que está basada en axiomas tan impopulares hoy como presunción de inocencia o el principio de legalidad.
Quizá la clave esté en la capacidad de generar confianza. Reconozcámoslo, es difícil confiar en una interfaz, aunque esté conectada a un enorme y potentísimo cerebro electrónico entrenado por los mejores matemáticos de su generación.
La tecnología va a permitir que cada abogado -y médico, ingeniero o periodista- pueda llegar más lejos, más rápido y con más precisión que en cualquier otro momento de la historia, pero es probable que sigamos confiando más en una interfaz humana -tú o yo, sin ir más lejos- para interpretar y ejecutar muchas de las tareas asociadas con estas profesiones. Otras tareas, sin embargo, serán automatizadas y provocarán que millones de personas accedan a oportunidades y conocimientos inexpugnables hasta ahora, por obra de estos mismos profesionales que se sienten amenazados, con motivo.
Estamos ante una oportunidad extraordinaria, única en la historia: la posibilidad de que la tecnología nos permita cubrir nuestras necesidades básicas y abra espacios desconocidos para que los humanos podamos dedicarnos a explotar nuestro potencial como especie sin necesidad de esquilmar los recursos naturales y explotarnos unos a otros.
Así que, no, los avances tecnológicos no van a convertir a las personas en prescindibles o en zombies adictos a la dopamina; tan pronto como seamos capaces de superar esta etapa adaptativa, descubriremos que estamos ante la mayor plataforma de lanzamiento de la creatividad y la interacción humana desde que el primer homínido bajó de un árbol y se enderezó para mejorar sus opciones de encontrar comida para su progenie.
En 2016 decidí llamar a esta revolución “la nueva economía del tiempo”. Seguro que Rita también hubiese tachado este nombre tan poco sexy de su lista.
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