El extraño

Apareció sin avisar una mañana de enero, gélida y húmeda como el corazón de un glaciar.

Gemma y yo acabábamos de acceder a la sala menuda, casi escasa, en la que nos habían citado. Lola lloraba porque tenía hambre pero llevábamos un biberón preparado para ella en el carro, así que ésa era la menor de nuestras preocupaciones.

De repente, el Extraño desplegó su oscura presencia ante nosotros, con el cabello revuelto y grasiento y la ropa algo manchada. Su perfume contenía matices agrios difíciles de clasificar.

Gemma y yo nos miramos sin saber qué decir. Acto seguido, concentramos nuestras miradas en Lola, aún callados. Desconfía de cualquier cosa que no seas capaz de decirle a una niña de tres meses.

Diría que al principio el Extraño no me reconoció, aunque el azar había cruzado nuestros caminos en muchos momentos y lugares distintos, desde los vagones del subte de Buenos Aires a los ascensores transparentes de los rascacielos de Hong Kong, los manglares de Sian Ka’an o los longtails que rompen la espuma de las olas frente a las costas de Phi Phi.

Su talla, enjuta y escasa, contrastaba con una presencia inquietante, imposible de obviar.

Durante los minutos que compartimos en la sala no intercambiamos una sola palabra. Él permanecía callado y ajeno a todo mientras nosotros, ansiosos, seguíamos mirándonos a los ojos y gesticulábamos en silencio, porque no había palabras capaces de expresar el terror que sentíamos.

Pasados unos minutos, emprendimos el camino de vuelta a casa. Al echar la vista atrás, vimos que el Extraño nos seguía a cierta distancia, sin apartar la mirada del carro en el que Lola ya disfrutaba de un sueño profundo, inducido quizá por el traqueteo que sólo producen las baldosas de algunas aceras de Chamberí.

Tratamos de despistarle, primero cruzando deprisa un semáforo en ámbar, más tarde dando un rodeo por una calle poco transitada o sentándonos a descansar en un banco cerca del parque de Santander, hasta que llegamos a la conclusión de que aquello no podía ser una coincidencia. El Extraño nos perseguía sin esconderse pero ¿por qué? y sobre todo ¿por qué a nosotros?

Ante la evidencia, decidimos enfrentarnos a él, más por instinto de supervivencia que por sentido común.

Le miramos a los ojos, dejamos transcurrir unos segundos que resonaron en nuestro ánimo como sacos de latas oxidadas y le formulamos la pregunta: ¿por qué?

Ahora sé que la única respuesta posible a esa pregunta era “¿y por qué no?”

Sin embargo, el Extraño apenas se inmutó y siguió callado, mirando a través de nosotros como si fuésemos transparentes. No había nada más que hacer, así que recogimos nuestras cosas y proseguimos nuestro camino a casa.

Él, por supuesto, nos siguió.

Pensamos que se quedaría en el portal, que no se atrevería a subir, que no llegaría a entrar en nuestra casa, pero cuando quisimos darnos cuenta él ya estaba sentado en el sofá con su mirada perdida, su fétido olor a cosas tristes y su gesto indiferente, haciéndonos entender que a él tampoco le ilusionaba la idea de estar allí.

Poco a poco, nuestra impaciencia se convirtió en ira. Le gritamos y amenazamos, le exigimos que nos dejase en paz, pero toda nuestra insistencia cayó en saco roto. Su serena determinación era inversamente proporcional a nuestra angustia.

Pedimos consejo a amigos, conocidos y profesionales, pero nadie parecía tener una solución. Los expertos en este tipo de situaciones, que los hay, respondieron con evasivas y vaguedades, alegando que la literatura sobre el tema era inconsistente y que nadie, en realidad, tenía una solución definitiva para lo que nos estaba pasando.

Nuestra casa es pequeña, así que primero los gatos y al final nosotros mismos acabamos acostumbrándonos con desconfianza a su presencia. Nuestro inquilino forzoso seguía sin mediar palabra, sin hacerse notar, sin inmiscuirse en nuestras pequeñas rutinas, pero yo sentía en mi interior que él iba ganando en fuerza y seguridad a medida que pasaban los días.

Una noche el Extraño abandonó su lado del sofá y se tumbó ante la puerta de Lola. Nuestras habitaciones están muy próximas, así que desde nuestra cama podíamos entrever, en mitad de la oscuridad, sus ojos abiertos de par en par y una sonrisa cruel llena de dientes. Pasamos toda la noche paralizados por el miedo, ateridos e impotentes, pero cada vez más convencidos de que había llegado el momento de adoptar medidas graves y urgentes.

A principios de febrero recibimos la llamada. Una señora a la que nunca llegamos a conocer nos ofreció una solución imprevista, que nos obligaría a pasar varias semanas fuera de casa y dejar que otro desconocido se encargase de nuestra extrañísima situación.

“¿Pero… esto es seguro? ¿No nos puede dar más información?” pregunté yo

“No es la primera vez que nos enfrentamos a una situación como ésta. Pero si yo fuera usted no me lo pensaría demasiado” respondió la voz al otro lado del teléfono. Y colgó.

Apenas dos horas después un coche con las lunas tintadas nos recogió en la puerta de nuestra casa para conducirnos hasta un edificio en las afueras de Madrid.

Una vez acomodados en el interior del vehículo, no pude reprimir el impulso de dirigir la mirada hacia nuestro hogar a través de la luna trasera y allí estaba él, asomado a la ventana, con sus ojos fijos en los míos, mostrándome sus dientes amarillos y afilados en una mueca parecida a una sonrisa mientras sostenía una foto de Lola entre sus manos, convertidas ya entonces en una maraña de nudillos y tendones, rematadas por unas uñas largas y sucias.

Al llegar a nuestro piso franco, nos instalamos en una habitación fría y oscura que alguien había habilitado para nosotros. Lola no dejaba de llorar y, sin embargo, empezamos a sentir algo parecido a la esperanza.

El complejo estaba compuesto por dos edificios conectados por una entrada fuertemente vigilada; nuestros anfitriones no querían sorpresas. En apenas 48 horas nos trasladaron de la sexta planta del primer edificio al semisótano del segundo y de allí a una habitación dos plantas más arriba, la 209, que era amplia y casi podría decir que acogedora.

A pesar de la guardia permanente que nos proporcionaban por nuestros benefactores, no conseguimos conciliar el sueño durante semanas. Los días parecían multiplicarse hasta el infinito y las noches se precipitaban hasta el fondo de nuestro ánimo, gruesas y lentas, como las lágrimas de un moscatel muy añejo.

Más de una vez nos pareció escuchar el eco de los pasos del Extraño al otro lado de la puerta y sentir sobre nosotros sus ojos negros y furiosos, observándonos desde la parte exterior de la ventana con la intención de absorber los últimos resquicios de nuestra exigua cordura.

El tiempo pasó porque, como ya sabéis, todo acaba pasando.

Las noches empezaron a acortarse, la nieve dejó paso a la lluvia y las nubes abrieron pequeños huecos, dejando que los primeros rayos de sol de la primavera se filtrasen, tímidos y perezosos, reconfortando así a toda una ciudad que llevaba meses envuelta en una nube fría, húmeda e inhóspita. Recibimos algunas visitas que nos procuraron algo de consuelo, a pesar de nuestro destierro forzoso.

De vez en cuando nos llegaban noticias sobre nuestro perseguidor. Así es como supimos que varias decenas de personas llevaban semanas participando de forma incansable en su desalojo. Nuestros vecinos no entendían por qué cada semana había gente distinta entrando y saliendo de nuestra casa, sin que estuviésemos presentes.

Un día, cuando ya nos habíamos acostumbrado a nuestra rutina de días extenuares y noches sin dormir, nos comunicaron que el Extraño se había marchado y que no debíamos temer más por él.

Su partida fue casi tan difícil de aceptar como su llegada; tardamos semanas en ser conscientes de que, por fin, éramos libres para volver a nuestra vida anterior, o lo que quedase de ella.

Tras despedirnos de nuestros protectores entre lágrimas y abrazos, salimos por fin de nuestro refugio, aún con el miedo en el cuerpo, oteando con nerviosismo las aceras, las paradas de autobús, las tapas de las alcantarillas y las azoteas, como tratando de proteger a Lola de la amenaza, ahora invisible e inexistente, que convirtió durante meses nuestro pequeño mundo en un lugar frío y hostil.

Al llegar a casa decidimos abandonar nuestros miedos junto al quicio de la puerta. Esa misma noche alguien debió llevárselos porque cuando, a la mañana siguiente, salí a comprar algo para desayunar, habían desaparecido sin dejar rastro.

Han pasado meses desde aquel momento y todavía me despierto por las noches sintiendo la mirada penetrante del Extraño clavada en la puerta de la habitación de mi hija.

De vez en cuando volvemos a rebuscar debajo de las camas, dentro de los armarios y en el fondo de los altillos para asegurarnos de que no sigue allí, que no queda rastro de él entre nosotros. Le buscamos sin miedo, con determinación, no tanto para protegernos, sino para echarle, a patadas si es necesario, de nuestras vidas, otra vez y para siempre.

Ahora escribo estas líneas desde otra ciudad, mientras Gemma lee un libro en la terraza y Lola duerme, tranquila, en su habitación. Desde aquí puedo escuchar su respiración, afinada por un diapasón invisible, y percibo su aroma tierno y embriagador de niña sana, limpia, feliz, perfecta. Ojalá este momento durara para siempre.

Nada puede asustarme ya. Preferiría no haber vivido esta experiencia, pero hacerlo me ha cambiado para siempre y me siento bien dentro de mi nueva piel.

Es posible que algún día volvamos a encontrarnos con el maldito Extraño al girar una esquina, salir tropezando –otra vez- del Museo del Prado, cenando en una pequeña trattoria familiar en Lucca o buceando entre peces de colores en Denia. Si llega ese momento, estaremos mejor preparados para hacerle frente y seremos aún más fuertes.

También es posible que esta historia te suene o, incluso, que la hayas experimentado en tus propias carnes.

Si es así, espero que estés sintiendo mi abrazo en este momento y que tengas la absoluta seguridad de que hay montones de personas maravillosas en todo el mundo que están dispuestas a compartir tu carga y a hacer lo que sea necesario para que sigas adelante, con fuerza y determinación.

Gracias a todos los que nos ayudasteis a recuperar nuestra vida. Gracias a nuestras amigas de la sexta planta y de la primera y a las que siguen protegiéndonos todos los días del Extraño desde el semisótano. Somos un equipo y os debemos nuestras vidas. No hay nada que podamos hacer para devolveros todo lo que nos disteis y todavía nos dais pero, al menos, podemos contar nuestra -y vuestra- historia para que otros sepan que existe la esperanza y que no es el miedo lo que te protege de lo imposible, sino la unión de las fuerzas de todos los que creen que sí, que es posible y merece la pena.

Gracias de corazón. Lola os envía cascadas de babas y muchas palmaditas en la cara.

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